lunes, 18 de julio de 2011

Soberbia

Hace años tuve la suerte de participar en un interesantísimo proyecto en un país centroamericano. Lo fue porque me permitió aprender en varios aspectos. Por supuesto, en el profesional. Eran, en efecto, años todavía de formación (si es que éstos llegan a terminar alguna vez: el aprendizaje es un continuum) en el campo en que se ha desarrollado mi carrera profesional. No entraré en detalles tan cargantes como las anécdotas del servicio militar. Baste decir que lo entonces oído, leído y escrito me permitió apuntalar un conjunto básico pero prolijo de conocimientos que he ido aprovechando a lo largo de los años.

Pero también fueron tiempos de descubrimientos de orden personal (humanos, como diría un periodista) que no me fueron ciertamente de menos provecho. Había varios equipos de trabajo, uno de los cuales dirigía yo, coordinados por un director del proyecto, una especie de comandante a quien, en favor de la claridad del relato, llamaremos F. Con él creo que alcancé entonces un razonable nivel de comprensión y simpatía mutuas, si bien es ésta una declaración un tanto presuntuosa a falta de su testimonio. Era F un personaje singular perteneciente a uno de los cuerpos superiores de la administración de estado. Por razones que no viene al caso detallar, dedicábase a la sazón a labores de consultoría como experto en mercados financieros, y en tal calidad comandaba el proyecto de marras.

Llegada una de las fases de los trabajos que consistía en pronunciar una serie de conferencias, F requirió el concurso de dos amigos y colaboradores suyos en tiempos entonces recientes, catedráticos ambos. Eran dos tipos curiosos, aparentemente contradictorios en todos los campos: uno era bajito y regordete, el otro alto y flaco; uno era dicharachero y costaba hacerlo callar, al otro era difícil hacerlo hablar; uno de izquierda y ateo, el otro conservador y católico, pariente, en no recuerdo qué grado, de un pasado prepósito de los jesuitas. O al menos eso decía, supongo que no en broma. Tal vez el contraste más acusado entre ambos fuera el que se daba entre la sencillez de uno y la vanidad del otro. El orgullo del larguirucho estaba, como suele ser habitual en las personas religiosas que además son fatuas, enmascarado bajo una humildad impostada que daba una apariencia de discreción y recato a lo que no era más que altivez.

Estábamos un día cenando los cuatro y la conversación iba de un lado a otro sin más sentido que el que marcaba la inercia. Sobre cualquiera que fuese el tema del momento, el flaco tenía una opinión cuya formulación, indefectiblemente, lo llevaba a hablar de sí mismo a la vuelta de dos o tres frases. La insistencia resultaba un poco irritante y, ya a los postres, F le espetó:

-A ti, a quien como católico tan caros te resultan los sacrificios para ganar el favor divino, te voy a proponer uno: controla tu soberbia. Sé que no es fácil, pero el esfuerzo hará que todos, incluído tú, nos sintamos mejor.

El tono desenfadado en que lo dijo no dio pie, afortunadamente, a una situación tensa, pero yo me revolví un poco incómodo porque creía que todos buscamos ser queridos y, ante la posibilidad de alternativa, preferidos a otros. La línea que separa la búsqueda de la aceptación de la mera soberbia es muy tenue. El desprecio de lo ajeno sitúa la pasión en el lado de la soberbia, de la misma forma que la renuncia a la exaltación de lo propio la lleva al terreno amable de la conquista humilde del reconocimiento y del cariño.

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