lunes, 18 de mayo de 2009

Benedetti

En cierta ocasión, una amiga me dijo que en los mejores momentos de su vida siempre había habido alguien a su lado. De esa manera ligaba la felicidad a la cercanía de otros. Para ella era inconcebible encontrar satisfacción sin compañía. Yo, por el contrario, sostenía que los instantes más intensos y placenteros me habían hallado solo. Aunque se trataba de un retruque pretendidamente ingenioso, respondía a una percepción cierta, en modo alguno debida a la misantropía. Pensaba, cuando lo dije, en dos placeres: el de la lectura y el de la introspección, ambos demandantes de soledad. Con respecto al primero, lo cierto es que he acabado aprendiendo que hay algo mejor que disfrutar de un libro o de un autor: gozarlo con otro. Porque ese disfrute compartido tiene un no sé qué de entrega, de ofrenda. Es como el que, poseyendo algo muy querido, mira al otro y le dice: esto es tan mío que quiero que lo tengas tú. Compartir el gusto por un libro o la querencia de un escritor supone, pues, establecer un vínculo más que refuerza los que ya tenemos con alguien.

Debo a Benedetti muchos buenos momentos de gozosa lectura. Lo descubrí relativamente tarde, a finales de los setenta, cuando me hice (no recuerdo cómo) con su primera novela, Quién de nosotros, en una edición mexicana que todavía conservo. Más tarde llegaría La tregua, que me causó el impacto de las obras que marcan. Y mucho más tarde, la poesía, sus Inventarios, sus Rincones de haikus, sus Despistes y franquezas

Sí, es grande mi deuda con el uruguayo, pero, por encima de todo, le debo el haberse dejado compartir, porque gracias a ello un amor creció con sus versos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

tiembla el rocío
y las hojas moradas
y un colibrí