martes, 5 de agosto de 2008

Verano

La memoria (el tango vil, como dice Valente) me lleva en primavera a otras primaveras, en otoño a otoños antiguos, en cada estación a alguna correlativa de mi infancia, de mi juventud, de otros años ya vaciados como nueces.

Pero quizás sea el verano el que con más virulencia dispara ese resorte. Es como si el sol grabara a fuego los recuerdos que el frío del invierno, la explosión de la primavera o la languidez del otoño no pueden fijar. Así, mientras el calor me adormece en las tardes estivales de Madrid, pasan ante mí las imágenes de las playas en las que fui feliz: Portocelo, Mogor, Lapamán… y vuelvo a sentir la infantil indolencia de las vacaciones, el juego con mis hermanos, la atención de mi madre, la llegada de mi padre para recogernos, la limpieza del colchón neumático, la comida cerca de las magnolias. Siento en la piel la frescura transitoria de los eucaliptales que jalonaban el camino a la altura de la Escuela Naval, el monte a la izquierda, a la derecha la ría serena, salpicada de bateas, presidida por la imponente Tambo, que desde ahí parece tan cercana que se tiene la tentación de ganarla de un salto.

Llegan entonces sin pedir permiso mis escapadas desde el colegio con algún compañero, haciendo novillos en las tardes de preparación de la reválida, robando dos o tres horas antes de volver a casa, saboreando la primera transgresión, la prístina rebeldía que a la vuelta de tan sólo un par de años nos llevará a enfrentarnos a algo más serio que una sanción disciplinaria. Allí, en Mogor, la más alejada de las playas del pueblo, pasábamos el tiempo tal vez hablando de los curas, o de chicas, o de quién sabe qué.

Más tarde vendrán los veranos de Lapamán, con su zarabanda de amor, desamor, felicidad, sufrimiento, promesas y sinsabores. Desde su arena blanca, finísima, con la que pareciera que se ha enjalbegado ese trocito de litoral, se puede ver en las tardes de julio cómo el sol cae entre las islas de Ons y Onceta con una precisión de ley universal, como la bola de billar que emboca la tronera que el jugador ha elegido.

Y así, estío tras estío, vuelvo a mis playas, al agua helada, a las algas frondosas, a la ría generosa y protectora.

No hay comentarios: