lunes, 11 de agosto de 2008

Providencia (III)

Miro al exterior intentando penetrar la noche para perderme en el paisaje yermo, pero la ventana sólo me devuelve un rostro desconocido, inexpresivo, endurecido y reseco, incapaz ya de llorar por unos ojos donde sólo boga el silencio, como decía el poeta que Alma y yo tantas veces leíamos juntos. Un poco más allá, la cabeza de Alma se adivina sobre mi hombro. Su boca entreabierta parece implorar mis besos una vez más, llamándome desde su sueño, pidiéndome desde no sé qué lejanía oscura que la devuelva a nuestra vida.

Nuestra boda fue rápida e informal. Sólo unos pocos amigos fueron convocados a una fiesta que dimos a continuación de la fría firma de documentos en el juzgado bajo las miradas reprobatorias de nuestros padres, a quienes nuestra precipitada decisión había dejado sumidos en una perplejidad que todavía no habían conseguido sacudirse. Todos, sin embargo, parecieron contagiarse de la felicidad que Alma y yo derramábamos con cada palabra, con cada mirada, con cada gesto. La vida se llamaba promesa y familia y amigos la vivían agradecidos por estar al alcance de nuestro gozo, tan intenso que casi lo podían tocar.

Nuestros mayores volvían, tal vez, con la mirada perdida en algún episodio de su juventud, a los días en que el roce de un cuerpo o una mirada sostenida un poco más de lo habitual los arrastraba a turbulencias de los sentidos que no comprendían ni podían dominar. Sorprendí varias veces a mi padre mirándome como enajenado, absorto en quién sabe qué ensoñaciones, devuelto a sí, en un evidente escrutinio interior del que estaría extrayendo los recuerdos encendidos de alguna pasión que ya daba por soterrada. Me decía a mí mismo que nuestro amor jamás se secaría como el de mis padres.

Nuestros amigos, libres de las punzadas de la memoria, bebían y bailaban con nosotros, se dejaban llevar sin resistencia por una corriente que los mecía dulcemente al ritmo de la música sobre cuyo fondo sordo la sonrisa de Alma imperaba incontestable. Ella, en el centro del corro, señalándolos a todos mientras giraba sobre sí misma, dijo: “ojalá Alá os dé todo lo que deseéis”. Algún dios se había fijado en mí y me había concedido mi único deseo: Alma.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aplausos y sólo aplausos. Me conmueven tus escritos. Son profundos y encantadores.

Besos para vos y la familia.

Nige