domingo, 12 de octubre de 2008

Juguetes


Los movimientos de contestación nacidos al calor de las convulsiones de los años sesenta denunciaban el consumismo de una sociedad adormecida por el bienestar y el crecimiento económico. Ahora parece obvio que el nivel de consumo de aquellos tiempos era de una austeridad trapense comparado con lo de hoy. Nada dura, se favorece el reemplazo frente a la reparación, la fungibilidad ha alcanzado a bienes que se denominaban de consumo duradero, todo es desechable.

La casa de mis abuelos era como el túnel del tiempo. Libros anteriores a la Guerra Civil, adornos de anticuario en las estanterías, una radio prehistórica en los años del tocadiscos,… Recuerdo el huevo de madera para zurcir los calcetines, la imprentilla casera, la goma arábiga, el recado de escribir con sus plumillas, tinteros, papel secante, el juego de té de porcelana china, la petaca del tabaco de mi abuelo, el molinillo de café manual: todo ello dando noticia de un mundo ya casi desaparecido en la España del desarrollo.

Recuerdo también dos juguetes llegados del pasado: la casa de muñecas de mi madre y un Mecano de su hermano, mi tío. Sin duda, debían de ser los regalos de Reyes de algún año de los primeros de la década de los 40, cuando ambos tenían alrededor de diez o doce. Treinta años más tarde, seguían en casa intactos como el primer día. Si lo comparo con lo que duran los juguetes en las manos de los niños de ahora, parece que no han pasado setenta años, sino varios siglos.

Cuando yo era niño, en casa sólo había regalos en dos fechas: el cumpleaños y la fiesta de los Reyes Magos. Fuera de eso, nada. A ninguno de nosotros se nos habría ocurrido pedir algo en cualquier otro momento. Estaba tan fuera del orden natural de las cosas como comprar otro par de calcetines porque los viejos se hubiesen roto: para eso estaba el huevo de madera. Sin embargo, en una ocasión esa ley quedó suspendida.

Una tarde estábamos, como siempre, jugando en el jardín a la espera de que mi padre apareciera. Cuando llegó lo hizo con dos cajas, una para mi hermano y otra para mí. Eran dos juegos pedagógicos muy de moda por aquel entonces: dos cuerpos humanos desmontables. El mío era un esqueleto y venía con su manual para aprender el nombre de los huesos más importantes; el de mi hermano era de músculos. Recuerdo que el librillo que los acompañaba tenía una parte de ejercicios, en los que las respuestas (fémur, parietal, clavícula,…) estaban escritas en rojo. Un plástico transparente del mismo color servía para ocultarlas a la vista dejando sólo visibles las preguntas, escritas en tinta negra.

Cuando lo evoco, pienso que son tantos los regalos que mis hijos han recibido durante toda su vida que difícilmente recordarán alguno cuando sean mayores. Sin embargo, aquel esqueleto que mi padre me trajo una tarde que no era la de mi cumpleaños ni la de Reyes fue algo tan extraordinario e inesperado, tan contra la corriente natural de nuestra vida y como tan llovido del cielo que no lo olvidaré jamás.

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