jueves, 3 de julio de 2008

Es la hora

El niño pareció moverse en la cama. Tal vez fuera una leve contracción de su brazo, casi un espasmo, o un imperceptible fruncimiento de sus párpados lo que anunció el inminente tránsito a la vigilia desde el sueño del que se resistía a salir. En él, la madre hablaba con unas amigas sentadas alrededor de una mesa mientras él las observaba desde lo alto volando en círculos, moviendo los brazos como alas. Le gustaban los sueños en los que volaba. Iba caminando o estaba parado y comenzaba a percibir una sensación de ligereza que casi le hacía flotar. Entonces extendía sus brazos y empezaba a elevarse. Algo escondido e irreconocible enturbiaba aquel gozo inmenso, como si una voz interior le advirtiera de que aquello no era posible, que los niños no vuelan. Pero él seguía subiendo sin hacer caso, empeñado en demostrar que sí, que él podía hacerlo, que él volaba. La madre, allá abajo, hablaba y sonreía. Podía distinguir sus dientes blanquísimos, su risa discreta tan distinta de las atronadoras carcajadas de su padre. Era primavera, habían entrado en el último trimestre del curso. Las madres solían ir a buscarlos al terminar las clases. Mientras los chiquillos merendaban, ellas se sentaban en una de las terrazas de la plaza rodeada por un cinturón de camelias en el que se alternaban las de flores blancas y rojas.

Giró lentamente a su derecha y vio el atrio donde jugaban. El juego más popular consistía en que uno de ellos intentaba alcanzar los pies de los compañeros que se subían a los contrafuertes del palacio adosado a la iglesia. El que resultaba tocado se volvía entonces perseguidor y empezaba de nuevo la tanda de saltos y carreras. Con dos golpes de ala se situó sobre la fuente, donde sus amigos terminaban la merienda vigilados por sus madres que, en la mesa, hablaban animadas. Desde el pináculo de la iglesia, unas palomas lo miraban asombradas, como si dudaran entre saludarlo como a un camarada volador o salir despavoridas. Un poco más allá, solo en mitad de la plaza distinguió a su padre que tomaba una camelia roja de una rama y se la ponía en el ojal de la solapa. Tras ajustársela y alisar la americana se dirigió hacia la madre, saludándola con la mano. Con el índice ella apuntó al cielo, desde donde el niño observaba toda la escena planeando suavemente. El padre levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Entonces sonrió y le hizo señas de que se acercara. El niño pareció entenderle “Vamos, hijo. Ya es la hora”.

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