lunes, 7 de julio de 2008

Estilográficas


Acabo de llenar mi estilográfica y, mientras lo hacía, he repasado mi larga relación con las plumas.

La primera que tuve fue uno de mis regalos de la primera comunión. Cuando la hice, había tres obsequios típicos: el juego de cuchara y tenedor con el nombre grabado, el reloj y la pluma estilográfica. Sospecho que en la actualidad éstos han sido reemplazados por videojuegos o consolas. Supongo que, siendo la ceremonia litúrgica una traslación simbólica de los rituales de la transición a la edad adulta, la sustitución del pizarrín o el lápiz de grafito por la estilográfica venía a representar, siquiera tangencialmente, el reconocimiento de la madurez necesaria para utilizar ese nuevo cálamo.

La pluma de mi primera comunión era de cuerpo blanco y capuchón dorado. Como todavía no se estilaban los cartuchos ni el rellenado de pistón, llevaba un depósito de caucho protegido por un armazón metálico, como la que tenía mi padre. Para cargarlo, se introducía el plumín en el bote y se presionaba la carcasa para expulsar el aire que tuviera, de forma que al aflojar la presión succionara la tinta. El plumín, o plumilla, era triangular y carenado, a diferencia de los más antiguos o los actuales, que suelen ser expuestos y de forma pentagonal.

A pesar del uso generalizado del bolígrafo, consagrado masivamente en los años sesenta (del siglo pasado, siempre me olvido de hacer esta aclaración), seguí apegado a la estilográfica desde entonces.

Durante mis años de estudiante universitario, utilizaba esas plumas de usar y tirar que tantos borrones dejaban en el papel y tantas manchas en mi ropa. Una excelente Montblanc que me había regalado mi novia de entonces y que me acompañó durante varios años, acabó bajo las ruedas de un automóvil cuando mi hermano decidió custodiarla en mi ausencia.

Hoy sigo escribiendo a pluma, ganándome con ello las miradas extrañadas de mis compañeros. Tiene la estilográfica un resabio romántico y un aroma de gusto por la escritura manual de los que carecen el bolígrafo y el lapicero. Sólo con ella se puede insinuar en los garabatos y arabescos que dibuja el amor indecible que vuela en las dedicatorias de los libros que regalamos.

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