viernes, 27 de febrero de 2009

La consulta de mi abuela

Sí, mi abuela tenía una consulta. Era comadrona y practicante, el equivalente a un ATS actual, así que recibía en casa para poner inyecciones, tomar la tensión o reconocer a las embarazadas. En la vieja casa de Marín, donde había vivido con sus padres y tenido a su hijo, la consulta estaba en la planta baja. No había sala de espera, por lo que inyectaba a los pacientes tras un biombo de tres hojas. Hervía las jeringuillas de cristal y las agujas para su desinfección, muchas veces en las mismas cajas metálicas donde las guardaba. El olor a alcohol era penetrante y permanente. En una esquina estaba la vitrina de los medicamentos y sobre baldas de cristal el material de trabajo, con varios tipos de pinzas, fórceps, un fonendoscopio y un tensiómetro. En lo alto del mueble, dos objetos: una fotografía de ella en uniforme de enfermera de los años 40, con un bebé en el regazo, y un bote en el que había un feto en formol. Al parecer, un aborto natural de mi madre.

En otra de las esquinas de la estancia mi bisabuela, ya nonagenaria, pasaba las horas presidiendo desde su mecedora las tardes de tertulia. Sí, porque la consulta de mi abuela era como una rebotica: después de que les pusieran la inyección o les tomaran la tensión las mujeres se quedaban un tiempo charlando, en un continuo movimiento por el que las que llegaban reemplazaban a las que se iban despidiendo, salvo algunas fijas, que sin necesidad de servicio alguno iban sencillamente a matar la tarde. No había suceso en el pueblo, por nimio que fuese, que no tuviera eco en sus conversaciones, ni escándalo que no provocara un asombro unánime, ni borrasca que no se lamentara.

A veces mi abuela tenía que salir a atender algún parto, y entonces las tertulianas quedaban al cuidado de mi bisabuela, que derramaba esa sabiduría antigua de las mujeres varias veces madres que no han conocido más que frustraciones y sinsabores en la vida. La suya había sido especialmente pródiga en ellos. Ninguno de sus seis hijos se libró de una especie de maldición que perseguía a la familia: matrimonios desgraciados, viudeces prematuras, hijos de soltero (y de soltera), maltratos, vidas rotas en plena juventud, huidas precipitadas en plena noche hacia destinos lejanos para salvar la piel… La de mi abuela tampoco había sido tacaña en reveses: embarazada de un novio que se desentendió, salió adelante estudiando su profesión y obteniendo un título, amparada por su familia y algún benefactor altruista y librepensador de los que no faltaban en la España de la Segunda República.

Ambas arrastraban biografías ingratas pero allí, en la consulta de mi abuela, ella y su madre habían encontrado por fin algo parecido a la normalidad, un tranquilo refugio a salvo de sobresaltos en el que las conversaciones recurrentes de las comadres hilvanaban el tiempo y los días entre inyecciones y controles de tensión.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿A que no recuerdas a Finoca remangándose para recibir su inyección?

Carlos dijo...

Sí, y a la Pata iluminando la tertulia, y a Paca con su amargura eterna.