jueves, 19 de febrero de 2009

Londres

Londres me recibe con lluvia. En el trayecto interminable desde Heathrow una llovizna pertinaz como un tábano incomoda nuestro avance, empaña el parabrisas del Mercedes, obliga a pasar las escobillas a intervalos irregulares y, por ello, más irritantes. Ya casi al final del tedioso viaje, dejando a la izquierda Regent's Park, me descorazona un paisaje conocido, pero común a cualquier ciudad. Los mismos nombres de la globalización, similares locales de kebabs, cafeterías mil veces vistas en París, en Bruselas, en Madrid, en Nueva York, en Frankfurt... Tiendas de ropa ya fatigadas a miles de kilómetros, concesionarios de automóviles que me saludan en mi barrio, marcas, logotipos, monogramas, eslóganes aprendidos como tablas de multiplicar.

Las ciudades pierden el alma, aquello que las ha hecho únicas en nuestra memoria. Quizás Lisboa permanezca entera. Aunque también ésta, que puede haber dado albergue a algún amor irrepetible, tal vez con una tenue lluvia que velaba el Támesis a la vista de los amantes, desnudos tras la ventana de su habitación de hotel, apocados ante la inmensidad del excesivo Ojo de Londres, ajenos a la inevitable victoria de ese comején que todo lo carcome: el alma de las ciudades y las ciudades del alma.

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