domingo, 8 de febrero de 2009

Pomelo

Siempre me ha fascinado la reacción de quien experimenta algo por primera vez, siempre que no sea un niño, claro, para el que cualquier experiencia es, por fuerza, la primera. Me refiero a quien, a una edad a la que otros en otro lugar o momento ya la han vivido, se las tiene que ver con una situación novedosa, para la que no ha desarrollado pautas de comprensión y que, por tanto, exige una respuesta no aprendida, a bote pronto como si dijéramos, que pone a prueba su capacidad de adaptación a un medio hostil y desconocido. Los indígenas americanos debieron de sentir ese vértigo cognitivo, si se puede llamar así, al ver a los españoles armados a lomos de unos imponentes animales que no conocían. Tan importante fue el caballo en la conquista que hasta Bernal Díaz del Castillo, integrante de la expedición de Hernán Cortés, en su “Historia verdadera de la conquista de Nueva España” hace relación detallada de los que viajaron en la flota del conquistador.

Lo verdaderamente interesante, como digo, son los descubrimientos tardíos, como el del joven de tierras cálidas que ve la nieve por primera vez. En esos momentos entran en juego unos mecanismos psicológicos que garantizan el equilibrio frente al violento embate de lo desconocido. Aunque Cervantes no lo detalla en el capítulo LXI de la segunda parte, una desorientación similar debieron de sentir Sancho y su caballero al ver por primera vez el mar en Barcelona: “Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto”.

Siempre hay una primera vez, valga la vulgaridad, pero algunas quedan como escritas a buril. Excluyo, obviamente, las triviales: el primer beso, el primer amor, la primera experiencia sexual, como la del joven Laurent de Le soufflé au coeur, esa tierna historia de incesto en la que el efebo protagonista descubre en el corto espacio de unos pocos días dos cuerpos y sus temblores: el de una prostituta y el de su propia madre.

En estos días en que al calor de la inmigración empezamos a ver en las estanterías de los supermercados frutos que jamás habríamos soñado (papaya, aguacate, mango, maracuyá, tamarillo, mangustán, guayaba,…) y evocan en nuestras mentes imágenes asociadas a los caballos de Cortés, vengo a recordar la primera vez que comí un pomelo.

Tenía yo unos dieciocho años y era estudiante universitario. Vivía en Santiago de Compostela en un piso de alquiler con mis amigos de siempre y alguno recién adquirido con quien, a la larga, llegué a estar tanto o más unido que a los primeros, algunos de los cuales ya no están entre nosotros. Un buen día, ya no sé si era o no fin de semana, uno de mis amigos y yo decidimos irnos a El Ferrol, donde vivían unos tíos suyos a cuya prodigalidad fiábamos nuestro sustento durante la escapada. Y, en efecto, gracias a ellos comimos. Como en cualquier época, en aquel entonces la indumentaria y el aspecto exterior daban noticia de las inquietudes de los jóvenes. Las nuestras estaban sesgadas hacia fines heterodoxos, por no hablar de los medios que considerábamos más adecuados para alcanzarlos. En resumen: como revolucionarios que nos considerábamos, vestíamos como pordioseros.

Es el caso que la familia de mi amigo era de las de aquilatado abolengo en la villa de la que, por cierto, mi madre era originaria. Así que, despreocupados y hasta cierto punto insolentes, nos presentamos en su casa una buena mañana para ser debidamente provistos. Lo que sucedió a continuación merecería el relato para el que no estoy dotado.

A la hora del almuerzo nos pasaron al comedor. El entorno era decimonónico: madera noble en la mesa, en las paredes revestidas, en las sillas, en el aparador. Las vitrinas de vidrios biselados mostraban cristalerías, tal vez de Murano, que a duras penas refractaban la escasa luz que llegaba de los ventanales, medio ocultos tras pesados cortinajes drapeados en plúmbeas ondulaciones. La mesa vestía en consonancia: aunque después de tantos años no recuerdo los detalles, puedo aventurar el blanquísimo mantel de holanda con calados de capricho geométrico, la vajilla de porcelana fina, quizás de Sargadelos, quizás de Santa Clara, la cubertería de plata, las copas de Bohemia.

En ese escenario nos presentamos mi amigo y yo, como digo con aspecto de pedigüeños pero, eso sí, enormemente dignos, conscientes de la inferioridad moral de la burguesía que nos abría su comedor y nos ofrecía sus viandas.

Es el caso que entre el primer y segundo platos (obviamente, ni recuerdo cuáles eran) la sirvienta despachó, con la mayor naturalidad, medio pomelo por barba. Con el paso de los años, y tras un apropiado roce con todo tipo de hábitos pretendidamente selectos, he aprendido que el objeto de semejante cesura, por así llamarlo, es preparar el paladar para la cabal degustación del plato fuerte, borrando, como si de un remordimiento se tratara, cualquier sombra del entremés o primero que, puestos en éstas, me pregunto para qué se sirven. Yo, aunque venía de lo que se podía considerar una familia bien, jamás había visto cosa semejante. Primero, porque en mi representación mental del almuerzo-tipo, cualquier fruta pertenecía al capítulo de los postres. Y segundo, y dolorosamente más importante, porque no sabía cómo se comía semejante semiesfera. Así que, prudentemente, me quedé esperando a aprender el plan de ataque de mis anfitriones. Éstos, por supuesto ajenos a mis tribulaciones, procedieron a separar la pulpa de la mondadura con el solo concurso de una cucharilla. Como alumno aplicado, pasados unos momentos hice lo propio. No sin alguna dificultad conseguí pasar la prueba, comerme el medio pomelo y, sobre todo, grabar a fuego en mi particular manual de instrucciones cómo se pela esa fruta.

En el juego de evocaciones provocadas por los sentidos, las que nos trae el olfato ocupan un lugar de privilegio. Así es hoy el día en que cuando percibo el olor áspero de un pomelo viajo en el tiempo hacia aquel hogar burgués, con sus mantelerías de lino, sus muebles de caoba y sus suelos de pino, su aroma de hidalguía antigua y su sordo silencio monacal. Y, sobre todo, voy en volandas a mi primera juventud, a aquellos años en que, con aspecto mendicante, descubría en pequeñas cosas, como las frutas desconocidas, la cantidad de vida que habría de beber insaciable hasta comprobar, hoy lo sé, que no hay océano insondable.

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