sábado, 24 de mayo de 2008

Ciudad

Llevaba dos días con la misma obsesión. No podía recordar el nombre de la ciudad cuyos detalles tan nítidamente habían quedado cosidos a mi memoria. Sentía bajo mis pies la superficie rugosa de su pavimento en obras; me contoneaba rememorando el difícil tránsito entre los andamios; me parecía oír el murmullo apagado del tráfico en la terraza escondida donde había comido. Pero su nombre me esquivaba en un juego cruel: cuando estaba casi rozándolo se camuflaba entre otros para ir apareciendo de nuevo, poco a poco, enseñando una consonante, no, una combinación de vocales, tal vez una cadencia vislumbrada.

No era Lisboa, la ciudad que el fadista describe con desgarro para hablar de su propia tristeza: el arquetipo platónico de la melancolía que se proyecta en todo amante abandonado y cuya lluvia sobre un rostro helado basta evocar para dar noticia del dolor del alma.

Tampoco era ninguna de las ciudades de Luis García Montero (Las ciudades enseñan un modo de hablar solo), las que me hicieron, en las que crecí como hombre capaz de amar, a las que regreso continuamente para encontrarme conmigo (¿quién paga el alquiler de la ciudad/que sabe de memoria la lección de mañana?)

No era ninguna de las ciudades invisibles de Italo Calvino. Ni Eusapia, propensa a gozar de la vida y a huir de los afanes. Ni Melania, ciudad en la que sus habitantes, generación tras generación, están inmersos en un único diálogo indefinido. Tampoco Ersilia, cuyos moradores unen sus casas con hilos de diferente color según sean las relaciones entre ellos (hermanos, clientes, subordinados, …) y la abandonan cuando la red es tan tupida que no pueden caminar. No era Zemrude, cuya forma depende del humor de quien la mira. Ni Armilla, ni Zenobia, ni Fedora. Pero tampoco era Isidora, la ciudad de los sueños del hombre joven, a la que éste tarda tanto en llegar que cuando lo hace, ya anciano, los deseos son ya recuerdos.

Finalmente el nombre vino a mi encuentro con suavidad, sin avisar, dulcemente. Sí, era la ciudad que fatigué contigo, la que nos arropó hospitalaria para que nadie incomodara nuestro amor. Sí, era la ciudad cuyo recuerdo es ya deseo.

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