martes, 20 de mayo de 2008

Luna

Eran las cinco de la tarde y se me habían agotado los cigarrillos. Con un gesto de fastidio, me levanté del sofá y me dispuse a bajar al estanco de la esquina. Aparté la cortina para comprobar lo que me esperaba. Afuera el sol rejoneaba con saña a los escasos transeúntes. Salí al rellano y llamé el ascensor. El estruendo de la antigua maquinaria anunció que la cabina subía penosamente. Entré y pulsé el botón del piso bajo, del que hacía años había desaparecido la B por la erosión del uso. Bajaba tan ruidosa y lentamente como subía. Cuando salí a la calle, recibí una patada de calor en la cara. Giré a mi izquierda. Al pasar por la parada del autobús, un 27 estaba descargando pasajeros. Una señora bajaba con una niña china en brazos. “Vamos, Luna”, decía. Tras ella, un anciano trataba de apoyar su bastón en el último escalón. Me fijé en la empuñadura: era de marfil y representaba la cabeza de un mandril. Un poco aturdido, seguí hasta llegar al estanco. Tras cinco minutos de espera, compré al fin una cajetilla que guardé en el bolsillo derecho del pantalón. De regreso, pasé por la parada cuando llegaba otro 27. La puerta se abrió y bajó una señora con una chinita en brazos. Mientras medía con el pie, decía “vamos, Luna”. Un anciano con bastón la seguía tanteando los escalones. El puño era la cabeza marfileña de un mandril. Palpé mi bolsillo: los cigarrillos no estaban.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanta, Carlos.