sábado, 17 de mayo de 2008

¿En qué creen lo que no creen?

En el número de hoy del suplemento cultural de El País, Babelia, vi el anuncio de un título recién editado. Bueno, sería más correcto decir que entró en los límites de mi espacio de visión mientras leía la recensión de otra novedad. Llamó mi atención porque la leyenda publicitaria que acompaña a la foto del libro estaba enmarcada en un rectángulo de trazo grueso, como la orla de un papel de luto, de forma que incluso antes de fijar en él la mirada me había llevado inconscientemente a asociarlo con las advertencias de los paquetes de cigarrillos que, con una apariencia igualmente fúnebre, previenen a los consumidores de los perjuicios que el tabaco puede ocasionar.

Leída la frase (“Un ensayo imprescindible para creyentes, agnósticos y ateos”) y el título del libro (Dios no es bueno), que nada tenían que ver con el vuelo inicial de mi imaginación hacia los cigarrillos, pensé en ese trabajo simultáneo en dos niveles que realiza nuestro cerebro: uno, consciente, alimentado por nuestros sentidos o por la introspección; el otro, un poco más abajo, en el subconsciente, que empujan la experiencia, la fantasía, los sueños o el miedo. Y recordé la magistral descripción de Scott Fidgerald en Tender is the night, cuando Rosemary finge prestar atención a la conversación con su compañero de mesa mientras piensa en otra cosa. El autor corona la escena con un símil genial:

De vez en cuando captaba la esencia de lo que él decía y su subconsciente ponía el resto, igual que percibimos que un reloj está dando la hora cuando ya va por la mitad, pero perdura en nuestra mente el ritmo de las primeras campanadas que no habíamos contado.

El anuncio me sorprendió en plena lectura de una obrita que tuvo mucho éxito en Italia a mediados de la década pasada y que aquí debe de haber vendido bastantes ejemplares, habida cuenta de que el mío es de la octava edición. Se trata de un diálogo epistolar entre Umberto Eco y el cardenal jesuita Martini titulado ¿En qué creen los que no creen? y que pretende ser un intercambio de opiniones sobre los fundamentos de la ética entre un intelectual laico y un católico. Esta amable discusión florentina sirvió para el lanzamiento de una revista de pensamiento.

En efecto, las intervenciones de ambos adolecen de una superficialidad impropia de su solvencia intelectual, dato que sólo puede ser explicado por el supuesto carácter divulgativo y publicitario de la obra. Por cierto, es Martini quien en más de una ocasión se excusa por no profundizar más en determinados aspectos metafísicos en aras de la facilidad de comprensión del gran público a lo que Eco responde: que se acostumbren a pensar.

La comparación con una conversación similar entre otro intelectual laico (Russell) y otro jesuita (Copleston) es inevitable. En 1948 ambos filósofos protagonizaron un debate radiofónico en la BBC que fue posteriormente publicado. En español se puede encontrar en la recopilación de Russell ¿Por qué no soy cristiano? En mi opinión, de esa comparación la experiencia italiana sale malparada.

Pensando en ello, tengo que reconocer que nada tiene que ver la diferencia de altura intelectual entre los pensadores. Eco no es Russell, de acuerdo, pero sus áreas de saber tampoco son las mismas. Y Martini no puede presentar entre sus credenciales la extraordinaria Historia de la filosofía del británico, pero es una eminencia en su campo. La explicación que se me antoja más verosímil es la reverencia ancestral con que en Italia todo el mundo, desde los intelectuales a los políticos, pasando por periodistas y profesionales, tratan a la jerarquía católica. Pareciera que el Vaticano pesara como una losa en las costumbres y modos de los italianos hacia curas, obispos y monjas, a la que no es ajena ni la mismísima izquierda.

Merece la pena comprobar con qué diferencia se dirigen Lord Russell al padre Copleston y Eco al cardenal Martini.

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