domingo, 1 de junio de 2008

Providencia

El nombre de la estación apareció ante mis ojos como un fogonazo. Con dificultad conseguí leer el cartel cuando ya el tren se había hundido de nuevo en la oscuridad: Providencia. La luz de una bombilla polvorienta delataba ante el páramo inhóspito el marco herrumbroso que, colgado de dos cadenillas oxidadas, se balanceaba anunciando un lugar olvidado, rescatado fugazmente de su muerte lenta por el paso del expreso nocturno. Mis labios iniciaron una sonrisa que murió antes de dibujarse. Pensé en la frecuencia con que en los últimos días había acudido esa palabra a mi mente. Providencia. Yo, que no soy creyente, había llegado a fiar mi suerte a la disposición que hiciera de mi vida alguien con el poder que a mí me faltaba.

Alma dormía tranquila con su cabeza apoyada en mi hombro y las piernas recogidas sobre el asiento. El aliento leve de su respiración acariciaba mi cuello con un ritmo cansado que parecía entrelazarse con el sonido hipnótico de las ruedas del tren en una extraña síncopa. Acomodé la chaqueta sobre sus brazos desnudos y la besé en la frente. Pareció emitir un ligero ronroneo. Seguía usando el mismo perfume que cuando la conocí, hacía ya cinco años.

Su perfume, su nombre y sus maldiciones me habían conquistado la primera vez que estuve con ella. “Me llamo Alma y te voy a echar una maldición china: ojalá vivas tiempos interesantes”. Éramos estudiantes, éramos jóvenes y la extravagancia daba un contraste de prestigio en nuestro círculo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy, muy literario. Con la precisión y el ánimo fde sugerencia que requiere un relato