viernes, 27 de junio de 2008

Providencia (II)

Con el tiempo, sin embargo, comprobaría que esas imprecaciones terribles encerraban un deseo indecible de felicidad para los demás, como si sospechara que ella ya jamás la alcanzaría. Tal vez yo tampoco lo vi en sus ojos ese día, ni los muchos que le sucedieron, en los que si me entretuve en su mirada fue para beberla insaciable.

Antes de que terminara ese curso, nos habíamos entregado como adolescentes, habíamos tomado posesión el uno del otro con una ceguera en la que desaparecía el mundo más allá de los límites de nuestra cama. Las sábanas eran nuestras únicas ropas durante días enteros, en los que sólo vivíamos para el cuerpo del otro. Un día, exhausto, le pedí una condena propia del momento. “Te impondré la de Moisés: maldito serás en tu entrar y en tu salir”. Entre carcajadas volvimos como enajenados al entrar y el salir por muy maldito que fuera.

Los días se escurrían ante nosotros inermes, inofensivos, incapaces de castigarnos con el paso del tiempo.

Nuestros amigos, como conmocionados por la intensidad de la descarga, entre desconcertados e irónicos, nos abrieron un espacio de soledad que en aquel momento agradecimos. Dejamos de verlos durante semanas enteras, no volvimos a los lugares que solíamos frecuentar. Desaparecimos.

Nunca me explicaré cómo fuimos capaces de aprobar nuestro último curso en esas condiciones, en las que apenas dedicábamos tiempo al estudio. Pero lo hicimos y nos licenciamos, quedándonos de pronto ante la perspectiva de un verano incierto, en el que tendríamos que separarnos sin siquiera la certeza de la vuelta a la universidad el otoño siguiente. Fue así como decidimos casarnos enseguida.

Ahora, mientras el tren hiende la noche triste de este sequedal en el que se adivinan los brezales marchitos sedientos de vida, evoco aquellos días con la inseguridad de los sueños reconstruidos e intento encontrar en ellos el aviso, la amenaza, la pieza desencajada con que tal vez debí de haber sido advertido de la fragilidad de nuestra ilusión. Quizás lo fui a través de una de las maldiciones árabes de Alma: ojalá te enamores.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Amor y revolución: dos decisiones que, como toda decisión, no cuentan con el menor atisbo acerca de su trayectoria. Saltos en el vacío.. pero, saltos arriesgados, los únicos que merece la pena ejecutar.