jueves, 5 de junio de 2008

Antihistoria

Desde hace unos doscientos años nos hemos acostumbrado a entender la historia como un flujo temporal orientado hacia un fin determinado, sea éste la conciencia de la libertad, la emancipación de los trabajadores, u otro objetivo trascendental. En ese camino cada etapa supone un avance sobre la anterior, si bien se admite que es un proceso dialéctico que cuenta con un juego de fuerzas en sentidos opuestos cuyo resultado siempre es positivo. Es por eso que los episodios de reacción nos producen la sensación incómoda de toda conclusión aporética, una especie de desazón íntima, como un cortocircuito.

Mis abuelos tenían en su biblioteca un libro titulado Contracepción que trataba obviamente de métodos anticonceptivos. Era una edición antigua, supongo que de la década de 1920, con tapas duras de color granate. Probablemente reparé en él por primera vez cuando tenía ocho o nueve años, pero sólo en mi primera adolescencia lo hojeé, alimentando con ello la natural perturbación de la edad. Recuerdo las ilustraciones, que eran dibujos a plumilla o carboncillo, en las que se mostraban objetos para mí incomprensibles como preservativos, masculinos y femeninos. Debían de haber comprado el libro en sus primeros años de matrimonio, posiblemente tras tener su segundo hijo y para prevenir un tercero, lo que significa principios de los 30 del siglo pasado, en plena Segunda República. Ese signo de liberalismo de las costumbres, de rebeldía ante la doctrina católica, de premeditación en la búsqueda del placer sin amenazas contrasta vivamente con las pautas morales de la generación de sus hijos. En efecto, ya en plena dictadura la simple mención de un manual para evitar embarazos no deseados podía haber sido motivo de persecución, no digamos su posesión o lectura. Pero es que, para mayor horror, esos patrones éticos eran asumidos con naturalidad por sus propias víctimas: quién sabe si mis padres no censurarían calladamente la presencia de aquel ejemplar en los anaqueles.

Algo similar pensé en un viaje de negocios a El Cairo, hace ya algunos años, cuando empezaba a acentuarse la reacción fundamentalista en los países de mayoría musulmana. Allí entablé amistad con mis colegas egipcios que, reflejando con fidelidad la composición sociológica del país, eran de diferentes religiones. Una de ellas era Mireille, cristiana de no recuerdo bien qué rito oriental. Hablando de la regresión en los hábitos cotidianos derivada de la creciente presión de los islamistas radicales, Mireille me decía que tenía fotografías de juventud de su madre, en traje de baño en alguna de las playas del Mediterráneo, que habrían sido impensables en la actualidad.

Cuando pienso en ambos casos, tanto en el salto atrás de la generación de mis padres con relación a la de mis abuelos como en el retroceso de Mireille frente a su madre, experimento ese bloqueo lógico casi doloroso, esa aturdida incomprensión del flujo antinatural que en ocasiones sigue la historia antes de enderezarse para llevarnos a quién sabe qué puerto seguro.

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