jueves, 11 de septiembre de 2008

11 de septiembre


Hace unos años, en la ejecución de un proyecto en cierto país americano, trabajé en colaboración con un cualificado economista que había ocupado cargos de responsabilidad en alguna de las administraciones socialistas de los años ochenta. Resultó ser una de esas escasas personas con las que enseguida me encuentro a gusto porque advierto una especial afinidad que tan difícil me resulta describir. Las conversaciones son fluidas, las opiniones convergen y la compañía se saborea y agradece como un regalo. Siempre me ha gustado pensar que esta sensación era recíproca. Este hombre era un viejo joven militante socialista: viejo porque aunque nunca llegué a saber las fechas, siempre lo he situado en mi imaginación ingresando en el partido a finales de los años sesenta, cuando la militancia de izquierdas era un deporte de alto riesgo; joven porque era de la generación que acabó tomando el control del partido en 1974 pero no se nutrió en los caladeros del exilio. Nunca llegué a saber de fechas ni de detalle alguno sobre su trayectoria porque este hombre nunca hablaba de política. Una suerte de pacto latente nos llevaba a los demás a respetar ese espacio de excepción que quedaba fuera de nuestras conversaciones.

Sin embargo, una vez rompió esa peculiar regla de silencio para narrarnos una divertida anécdota. Comenzó declarando que él no era amigo de contar historietas de la candestinidad, algo que, como ya he dicho, sabíamos de sobra. Sucedió que en su época universitaria, lejos todavía la muerte del dictador y afrontando, por tanto, el riesgo de ser detenido, probablemente torturado y con seguridad encarcelado, vivía en un piso de estudiantes en el centro de Madrid. La vida transcurría todo lo tranquila que podía para unos jóvenes izquierdistas de finales de los sesenta, es decir, con los sobresaltos y angustias naturales: las normas de seguridad para asistir a las reuniones, los nombres de guerra que impedían las delaciones, la producción artesanal de propaganda, su problemática difusión, etcétera. Una noche, al llegar a casa, observó un coche de la Policía Armada (los llamados grises) estacionado frente a su portal. Con un relativo nerviosismo intentó simular una completa indiferencia y entró. Una vez en su habitación y sin encender la luz, vigiló a la patrulla, que permaneció en el mismo lugar unas horas sin moverse. Sin darle mayor importancia resolvió que debía de tratarse de un servicio rutinario y olvidó el asunto. Pero al día siguiente la patrulla volvió a apostarse en el mismo sitio, lo que ya no parecía tan irrelevante. Su desasosiego aumentó unos cuantos grados con respecto a l primera noche pero continuó descartando cualquier conexión entre la presencia policial frente a su casa y su actividad clandestina. Cuando las noches siguientes se repitió la historia y apareció el coche policial para permanecer unas horas bajo su ventana ya no le quedó más remedio que admitir que lo habían descubierto y que esperaban no sabía bien qué para entrar, registrar el domicilio y llevárselo detenido. Mi amigo ya se veía en comisaría maltratado, recluido en prisión pudriéndose unos años en compañía de otros como él. Destruyó documentos, se deshizo de libros, avisó a sus compañeros…

Nada de eso sucedió. La policía siguió apareciendo diariamente durante unos meses, pero nunca lo molestaron. Años después descubrió la verdad de manera fortuita: en el piso de abajo vivía la hija, también estudiante universitaria, de un alto cargo del Régimen. El padre, preocupado por la seguridad de su niña, le había puesto vigilancia policial. Todo el terror que mi amigo había vivido se debía a que un padre proporcionaba protección a su hija.

Me ha venido esto a la memoria porque yo tampoco soy amigo de contar historietas, pero hoy, 11 de septiembre, treinta y cinco años después del golpe de Pinochet que acabó con la ilusión del pueblo de Chile, he evocado una.

Hace unos años conocí a alguien que estuvo en el Palacio de la Moneda durante toda la jornada del golpe, bajo los inclementes bombardeos de la infame aviación golpista levantada en armas contra su pueblo. Se trataba del embajador de Chile en cierto país latinoamericano en el que yo me encontraba trabajando. Era hijo de un colaborador directo del presidente Allende. Lo conocí en la embajada y pasé unas agradables horas con él conversando de todo lo que se nos venía a la mente. En 1973 él era un joven de unos veinte años y el golpe de estado lo sorprendió en el palacio adonde había ido a llevar algo a su padre. Al poco de llegar comenzaron a llover las bombas. El resto del día es conocido: la resistencia de los incondicionales, el bello último discurso de Allende a la Nación (Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.), su muerte, la rendición,… El muchacho y su padre fueron hechos prisioneros, recluidos en la infame Escuela Militar, torturados y finalmente confinados en la isla de Dawson. El hijo pasó casi un año, partiendo después al exilio en Europa donde vivió hasta 1984. El padre tardó todavía un año más en abandonar la isla. Se exilió también en Europa, donde moriría pocos años después sin haber regresado a su país.

Lo que más recuerdo de aquella tarde en la embajada de Chile es el tono desapasionado, casi neutral, desprovisto de todo rencor, del embajador superviviente de la Moneda. Con serenidad desgranaba sus recuerdos y evocaba personas y situaciones. Su bondad, su cultura y su elegancia han quedado para siempre conmigo engrandeciendo todavía más a los hombres y mujeres que vivieron aquella jornada junto al presidente Allende.

Hoy, 11 de septiembre, he pasado por alto efemérides de mayor relumbrón para regresar, de la mano de ese diplomático entrañable, a los últimos momentos de aquel médico bueno que nos dio una de las mayores lecciones de dignidad que se pueden recordar.

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