lunes, 8 de septiembre de 2008

Providencia (IV)

Hicimos un corto viaje a Portugal para seguir gozándonos en soledad. La dignidad humilde del país y de su gente, su pesimismo contenido de silencio y resignación sólo rasgado por el lamento de los fados al atardecer nos empujaban a encerrarnos más en nosotros. Una tarde, en un café del Chiado, Alma me preguntó si sabía que había un fado titulado Maldición. No lo sabía, pero seguro que ella lo conocía y hablaba de alguna historia triste, como la del expatriado esperando que las gaviotas dibujen con su vuelo el cielo de Lisboa, ese cielo donde la mirada no puede volar y cae al mar desfallecida, llamada por el océano que fue para él su puerta de salida. Le pedí que me la cantase, pero ella sólo me recitó un párrafo que nunca he olvidado: “¿qué destino o maldición manda en nosotros, corazón mío, uno del otro así perdidos? Somos dos gritos callados, dos fados desencontrados, dos amantes desunidos”.

Mientras miro a Alma, viene a mi memoria la letanía de Pessoa (“somos un abismo que va hacia otro abismo, un pozo que mira al cielo”) y me siento caer, como en ella, lenta, dulce, mansamente en lo hondo, en lo negro, en lo insondable, volviendo la mirada desesperada hacia el brocal desde donde el futuro se aleja en burlas concéntricas. La luz mortecina del departamento desvela un brillo casi imperceptible en su frente que anuncia el comienzo de la fiebre. Una pauta siniestra me obligará a interrumpir su sueño ligero dentro de unos minutos para que tome su medicina. Calculando las posibilidades de alcanzar el botiquín de viaje sin despertarla todavía, recuerdo ahora los primeros síntomas de su enfermedad que he aprendido día a día, dolor a dolor.

Los desvanecimientos comenzaron con el embarazo, por lo que no les concedimos importancia alguna. Las cada vez más insistentes visitas al médico terminaban con una rutinaria referencia a las servidumbres de su estado. “Es lo normal en su situación”. Con un tedio creciente asentíamos a los consejos sobre la dieta y el descanso.

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