domingo, 21 de septiembre de 2008

Errores y ridículos

Hace años había un programa de televisión de innegable altura cultural del que nada o casi nada de lo que puede dar una referencia cabal recuerdo: ni su nombre, ni su horario, ni su presentador, ni –como diría un especialista del medio– su formato, vocablo que, según acabo de comprobar, tiene ya entre sus acepciones (a saber: la tercera) la que viene al caso que nos ocupa. Sólo dos datos puedo dar: era un espacio de entrevistas a gente del mundo de la cultura, aunque yo sólo retengo a dos de sus invitados: Rosa Montero y Vázquez Montalbán, y al final de ellas, quizás para aligerar el aire general de seriedad, trascendencia o, dependiendo de la fluidez del juego pregunta-respuesta, incluso pesadez de su desarrollo, se sometía al entrevistado a un simpático test de preguntas personales, supuestamente originales, que ponían a prueba el ingenio del personaje al tiempo que dejaban al descubierto su lado más humano. Una vez más, mi memoria sólo conserva una de ellas que más o menos venía a rezar: ¿cuándo sintió usted la mayor sensación de ridículo de su vida? Si sólo recuerdo a los dos escritores que he mencionado es, sin duda, porque me parece estar escuchando todavía sus respuestas a la cuestión que, dicho sea de paso, no tiene fácil contestación.

Rosa Montero contó una anécdota que para ella suponía el mayor ridículo que imaginar se puede. Había sucedido años atrás, cuando ella era una jovencita veinteañera pizpireta y progre, de las que a la sazón se vestían al modo hippy, con ropas muy holgadas, peinados descuidados, collares vistosos que daban varias vueltas al cuello y todo tipo de abalorios por el estilo. Había ido al ginecólogo a hacerse una revisión periódica. Cuando llegó su turno, la enfermera la condujo a una habitación y le pidió que se quitara la ropa para pasar a la consulta. Una vez sola, Rosa se desnudó completamente a excepción del collar, del que no se desprendió no recuerdo bien por qué razón, si como muestra de rebeldía o por un simple descuido. El caso es que se dirigió a la otra puerta del cuarto para entrar en el despacho del médico y cuando la abrió dispuesta a tumbarse en la camilla se encontró en una sala de reuniones, con una mesa larga a cuyo alrededor había unos diez médicos en lo que parecía ser un comité en plena deliberación que se giraron como un solo hombre hacia ella y se quedaron mirándola atónitos. Y allí se quedó ella plantada, en pelota picada, con su collar de fantasía como única prenda y balbuciendo alguna excusa mientras volvía a cerrar la puerta para regresar al vestidor muerta de vergüenza y con ganas de desaparecer del mundo.

Manolo Vázquez Montalbán, sin embargo, fue más breve en su respuesta. “Todas las mañanas cuando me miro en el espejo”, dijo sin mover un solo músculo, como dándola por suficientemente obvia para cualquiera que tuviera ojos para mirarlo.

Estas dos intervenciones siguen en mi recuerdo. La anécdota de Rosa Montero porque tiene mucha gracia, aunque no tanta como cuando ella la contó con su verbo atropellado y vivo. La de Vázquez Montalbán porque algo parecido me digo a mí mismo cuando paso revista a los errores de mi vida. Y así, si alguien me preguntara: ¿cuándo cometió usted la mayor equivocación de su vida?, no me quedaría más remedio que decir algo de este tenor: “todos los días cada vez que debo tomar una decisión”.

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