viernes, 5 de septiembre de 2008

Taller de costura (y III)

Cuando la ve, arroja el cigarrillo lejos proyectándolo con sus dedos pulgar y medio. Exhala una última bocanada de humo y la mira sonriente. Se besan con suavidad y, enlazados de los brazos, se dirigen hacia el centro del pueblo. La conversación es leve, de frases cortas, casi convencionales. Pareciera incluso un trámite absurdo pero necesario para gozar del paseo en un silencio que disfrutan más que esa plática vacua. Así, con la cabeza de ella apoyada en su hombro, caminan bordeando el astillero hasta alcanzar el ayuntamiento en cuyo frontispicio, con letras y números de granito, se leen el nombre del municipio y la fecha de construcción. A partir de ahí, avanzan por la estrecha acera entre los jardincillos cuadrados que se ensartan en el pavimento como enormes cuentas y la valla del puerto, siempre hacia poniente donde el crepúsculo se agota con desmayados suspiros violetas.

Con premeditada lentitud suben la escalinata de acceso a la alameda para recorrerla durante la próxima hora una y otra vez, de uno a otro extremo, meciendo sus sueños casi sin hablar, abriéndose alternativamente al otro y a sí mismos.

Las farolas se encienden con parsimonia, como si se desperezaran con una tenue luz amarillenta antes de despertar su blanco intenso. Todos los cuerpos que iluminan parecen perder, de repente, una dimensión: son menos profundos. Los arces, las hayas, las palmeras, las camelias se convierten en extraños figurantes. El centenario palco de la música, de planta octogonal y cubierta sostenida por finas columnas de hierro, se eleva fantasmagórico contra las calles lindantes. La muchacha evoca las historias tantas veces escuchadas en casa, las que su madre le contaba como si todavía las estuviera viviendo, con la mirada tan fija en la memoria que podía decirse que tenía los recuerdos al alcance de la mano: las mañanas dominicales con la banda municipal uniformada e interpretando piezas sueltas de zarzuelas y las tardes de la semana del Carmen con los gaiteiros tocando muiñeiras y pandeiradas. Todo tan de otro tiempo como la ropa de domingo o la galantería.

El puerto también se va a dormir. Los contenedores, las grúas, los barcos, los galpones como hangares, los montes de maromas y amarras, los norayes de los muelles, las redes con sus flotadores, … todo se prepara para reposar pesadamente. Hasta el mar parece detener su vaivén para ayudar al descanso.

La muchacha y su novio van hacia la escalinata para regresar ya atravesando la noche joven. La luna encoge el mundo y lo endurece como la plata. Cuando se despiden en el portalón de hierro lo hacen con la promesa de besarse en sus sueños para sonreír en la oscuridad.

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